No nos vamos a olvidar de la otra
ciudad, la de todos los días, la nuestra, donde pasamos las vacaciones
de por vida.
La cara reciente de Punta Iglesia para el 2011
Una buena idea
Murales de jóvenes artistas ilustrando la historia de la
ciudad
y un muelle para adentrarse en el mar, sin peligros.
Ahora, en su lugar, el nuevo espacio de Punta Iglesia, fin de
diciembre de 2012
La Falla Valenciana de Mar del Plata
Es la única fiesta a la que voy. Es
cuestión de recuerdos de la niñez cuando en una estrecha callejuela de
mi barrio y frente justo de mi casa, se armaba una gran fogata para el
día de San Giuseppe, patrono de los carpinteros. Estábamos los años
cincuenta, recién salidos de la guerra, en pleno deseo de reconstruir
todo lo perdido. Sobraban entonces cosas: maderas, puertas esquiladas,
sillas rotas, armarios y mesas que habían soportado el peso de techos
caídos, persianas acribilladas. Todo y a cada años esos testigos de
horrendas barbaries iban a parar al fogón, para que al encenderse, el
fuego purificara el pasado dando camino a la esperanza, al trabajo
sobretodo, al bienestar, al olvido.
El significado de nuestra falla se
centra en actualidades especialmente políticas. Se denuncian las
falencias de gobierno y sus correcciones. Este año, el 2010, y el 56.º
de su instauración, curiosamente no ha ocurrido tal actitud. El
monumento ha consistido en un Gran Faro de 36 metros para ser
incorporado al libro de los Récords de Guiness, como el más alto
construido fuera de España. La Comunidad Valenciana de Mar del Plata y
con la colaboración de casi todas las otras entidades españolas cada año
organizan y trabajan duro para esta gran fiesta donde concurren, se
dice, hasta cien mil personas en el escenario de la Plaza Colón.
Cada fin de año, en Mar del Plata, se desarrolla un
encuentro de encajeras de bolillo organizado por el grupo de Encajeras
Marplatenses. Si bien tiene repercusión nacional e internacional, nunca
hemos recibido oficialmente visitas de autoridades municipales,
cronistas de radio o televisión, ni de demasiados curiosos o invitados
amistosamente. Sin embargo nos han acompañado con constancia importantes
empresas de la ciudad.
Desde mi terraza
La nueva fuente de la Plaza San
Marín
La Catedral de Mar del Plata
La catedral de Mar del Plata con su fachada renovada
el primero de 2011.
La araña pertenecía al Bristol Hotel
Interesantes consideraciones sobre las
vacaciones:
lanacion.com | Revista | Domingo 28 de diciembre de 2008
La Mar del Plata de Cati Cobas
Estimado amigo:
Me permito hacerle llegar una crónica con mi visión de Mar del
Plata a la que usted tanto, pero tanto, quiere, junto con mi saludo
más cariñoso, como siempre. Cordialmente
Cati Cobas
Sábado 20 de febrero de 2010
“Por las narices, a Sebastià…” (o “Donant p’es
morros en en Tià”) A Mar del Plata
“Qué lindo es estar en
Mar del Plata
en alpargatas, en alpargatas
felices y bailando en una pata,
en Mar del Plata soy feliz…
Haciendo dedo voy con poca plata
a Mar del Plata, a Mar del Plata
me paso el día entero haciendo fiaca (pereza)
en Mar del Plata soy feliz…
En Mar del Plata no tengo problemas
si no hay más camas me acuesto en la arena
no uso saco (chaqueta), no uso corbata
en Mar del Plata soy feliz.”
Letra y Música: Juan Marcelo
Mi primo Sebastià sostiene con vehemencia que
Mallorca es todo un continente. Y fiel a ese concepto me regaló una
ximbomba, en cuya decoración, Sudamérica y la isla ocupan la misma
superficie. En su momento tomé este detalle con humor y cuando pude
hollar las arenas de las playas mallorquinas comprendí el motivo de
tanto amor al terruño del que también provienen mis raíces: Mallorca
es una isla maravillosa, no cabe duda.
Pero…he nacido en Argentina. Y la amo entrañablemente. Y estoy
orgullosa de ella. Razón por la cual me he propuesto “dar por las
narices” a Sebastià y demostrar con la pluma y la palabra que aquí
también tenemos playas maravillosas, aunque eso sí, con un viento
que hace que debamos vivir en carpas para gozar de las delicias
marinas sin el ulular pampeano y con un agua fría de toda frialdad,
pero nuestra, mientras los ingleses no digan lo contrario… Por eso
he decidido que en esta crónica contaré, como dijo el músico Juan
Marcelo (al que seguramente no le darán el Nóbel de Literatura),
“qué lindo que es estar en Mar del Plata…”
Mar del Plata, cabecera del partido de General Pueyrredón, la urbe
turística más importante de Argentina tras Buenos Aires, con una
de las infraestructuras hoteleras más amplias del país. centro
balneario y puerto ubicado en la costa del mar Argentino, sobre el
Atlántico, en el sudeste de la Provincia de Buenos Aires, a 404 km al sureste de la Ciudad de Buenos Aires y
cuya fecha original de fundación es el 10 de febrero de 1874, es, a
no dudarlo, un lugar donde la mayoría de los argentinos, sin
distinción de clases sociales, nos sentimos “la mar” de felices.
Es que uno llega, y ya en el aire siente que es verdad el apelativo
cursi que le endilgaron hace años: “La ciudad feliz”. Lo reciben los
primeros techos rojos de la Avenida Constitución, y uno se peina el
cansancio de cinco horas y media de ruta dos a pampa y cielo, y
comienza a regodearse con los frentes de piedra caliza de los
chalets y los pequeños jardines con hortensias en flor mientras el
corazón se ensancha de alegría con la promesa de la despreocupación
que Mar del Plata implica. Papá decía que esto se debía a que en
ella existe el permiso de no hacer nada y que eso no tenía precio,
porque “nada” es lo mismo que los miles de veraneantes que la
visitan hacen simultáneamente con uno.
Bueno, yo no diría que uno no hace “nada” en “La Perla del
Atlántico” (esto para que Sebastià sepa que no solamente a Mallorca
le dicen cosas lindas como “La isla de la calma” o “La que no conoce
el invierno”, qué tanto…). Uno, además de sumergirse en las aguas
procelosas del Atlántico, ya en La Perla, ya en la Bristol, Las
Toscas o Varese, Punta Mogotes o en el balneario de Ricky Fort, más
allá del horizonte, camina…¡y vaya si camina! Porque en Mar del
Plata uno no se cansa ¿vio? Y si se cansa, se toma un “cortado en
jarrito” (café expreso con apenas de leche en una tacita mediana)
con dos medialunas (croissant) en (..) una tradicional confitería de
Mar del Plata decorada a la inglesa, con las mejores medialunas del
país), y se le esfuma el agotamiento como por encanto. ¿A que sí?
Los pies se van solitos para la Calle San Martín, tan llena de
“humanidad popular” que asusta un poco, pero cómo va a perderse uno
la vueltita por la Galería Sacoa, la fuente de la plaza, con sus
muñecos y fotógrafos, la diagonal de los artesanos, perfumada de
tilos, el Shopping (..), igual a todos los del mundo pero imposible
de ignorar si uno está recorriendo la ciudad.
Y
otro día, uno la emprende por la calle Güemes y su charme, y
disfruta de las casonas de los tiempos en que Mar del Plata era para
la clase alta, hecha a puro pasto y vaca. Y mira las vidrieras
lujosas y sueña con que todo está allí, al alcance de la mano, como
el pochoclero (el vendedor ambulante de palomitas de maíz, para
nosotros, pochoclo) en su carrito coronado con espuma de azúcar
rosada y pegajosa, será suyo apenas lo disponga.
Después, de regreso de Varese, camina por la costa rocosa mientras
la silueta del Torreón del Monje se agranda y pone marco a los
chiringuitos de los artesanos, y sabe que trasponiendo el puente más
allá del torreón aparecerá ante sus ojos la playa Bristol en pleno,
con el Casino y el Hotel Provincial como eje, ostentando la plenitud
de un tiempo en que podía contratarse a un arquitecto como Alejandro
Bustillo para crear un espacio verdaderamente único en el mundo.
Uno “sabe” Mar del Plata, no necesita estar en cada sitio, ya de
lejos “lo sabe”, forma parte de su patrimonio y de su historia. No
hace falta estar en la explanada frente a los lobos marinos, ni
metido en el espigón del muelle de pescadores. Uno los conoce desde
lejos y puede volver ahí con el ensueño. Mar del Plata está
enquistada en el alma de sus habitués para siempre, con la seguridad
del primer amor, con la certeza de la infancia, con el placer de un
alfajor Havanna o un cubanito (barquillo relleno con dulce de leche)
envuelto en celofán, con la simpleza de un matecito bien cebado.
Y si uno quiere lujos, no tiene más que virar hacia Playa Grande, al
Barrio Los Troncos con sus mansiones, al Golf o a la calle Alem, y
encontrará a la flor y nata de la sociedad argentina que, por lo
menos este año, dadas las condiciones cambiarias, ha decidido que
esta ciudad no tiene tanto que envidiarle a Punta del Este, qué
caramba…
En cuanto a cultura, decenas de exposiciones y conciertos a diario,
así como museos de lo más variados, desde el “del mar”, con su
colección de caracoles mágicos hasta la Villa Victoria, con su
chalet prefabricado en Europa y trasladado a estas llanuras para
regocijo de Victoria Ocampo, nuestra prestigiosa literata o el
Castagnino, emplazado en la Villa Ortiz Basualdo, que nos permite
evocar esa Mar del Plata de fines del siglo XIX y comienzos del XX
que no tuvimos la posibilidad de transitar. (¿O qué pensaban, eh?)
Como cierre, debo decirles que la ciudad tiene
también algún rincón para la aventura y la vida un tanto
más…¿escabrosa? En nuestro último fin de semana quisimos comer
mariscos bien preparados y nuestra amiga Alicia, otra enamorada del
lugar, nos recomendó el restaurante (..)”, en pleno puerto. El pulpo
a la gallega estuvo súper rico pero cuál no sería nuestra sorpresa
al advertir que estábamos frente al cabaret de… Pepita, “La
Pistolera”(que en paz descanse), famosa por sus “chicas” y sus
contactos “non sanctos” con el mundo del arrabal portuario. Pero ni
eso nos hizo perder la alegría, sépanlo porque el pulpo sabrosísimo
y en su justo precio superó ampliamente los posibles peligros de un
encuentro con “la pistolera” y sus muchachos…
Por todo esto y mucho más, le digo a mi primo Sebastià que reconozco
y admiro las bellezas de Mallorca pero quiero que sepa que si algún
día se decide a salir de aquel continente para venir a visitar a su
primita, una vuelta por Mar del Plata lo va a hacer tan dichoso como
ni siquiera puede imaginarse…
Esta vez fue sola. Dos días de caminatas por los lugares que
habitualmente recorro del brazo de Jorge. No es lo mismo, por cierto,
pero me considero una buena compañía y traté de disfrutar la Plaza Colón
impecable, la Rambla desierta, el cafecito en la Boston, la vista, desde
la ventana del hotel, del espigón-emblema, la lluvia fortísima que
empapaba las calles y hacía que el horizonte del mar se nublara en
grises.
Me dejé mimar por el personal del hotel, por los mozos en ese comedor
lleno de historia. Y fue bueno.
Pero sin duda, si algo voy a recordar de ése, mi primer fin de semana
marplatense conmigo misma, es a esa banda que en un viernes destemplado
tocó para muy pocos como si hubiera habido un gentío en las butacas.
Poco sabe quien esto escribe sobre jazz y bandas. Ésta se presentaba
como la “Atlántica Jazz Band” . Y prometía recrear el estilo de jazz
tradicional que fue desarrollado durante la década de ‘20 por músicos de
color, en la ciudad de Nueva Orleans (estado de Louisiana, EE.UU.).
En esa noche implacable, en la que era imposible desafiar el clima para
asistir a ningún concierto, me senté a una mesa de Orión, la confitería
del hotel, observando a los músicos y contemplando a mis escasos
compañeros , que parecían estar ahí sentados con el lema interior más
temido por los artistas del espectáculo: “divertime, si podés”.
No contaba con los ángeles.
Sí. Tiene que haber habido más de uno dando vueltas e inspirando al
baterista y locutor, que fue poniendo calor donde no había hasta que la
música hizo el resto. Las melodías se sucedían seguidas de aplausos cada
vez más entusiastas. Y la minúscula platea fue agigantándose con cada
solo. ¡Se los veía tan felices ! El baterista humanizaba cada melodía
con algún detalle oportuno del ejecutante. Barbas, profesiones,
caracteres apenas insinuados con humor hacían que, a partir de ese
momento, resultaran absolutamente únicos. Y uno se trasportaba, de la
mano de algún ángel, a la época en que el jazz se originó, y pensaba en
qué maravilla que en una ciudad relativamente pequeña de nuestro país
esa gente, en su mayoría profesional, se diera tiempo para hacer lo que
, a todas luces más le gustaba para compartirlo con nosotros haciendo
caso omiso de si éramos pocos o muchísimos.
La cuestión es que mi entusiasmo aumentaba con cada interpretación. Y ya
saben los lectores que lo único que puede frenar mis ímpetus “juveniles”
es la presencia de mi Robert…¡Pero esa noche estaba sola! Y de repente:
una sorpresa. Hizo su aparición el nieto pequeño del pianista,
ejecutando washboard (la tabla de lavar), con un ritmo envidiable. Con
absoluta generosidad la banda había cedido la atención de todos los
espectadores al pequeñito que se robaba el espectáculo. Ver y escuchar a
un gurrumín enfrascado en el ritmo, en la esencia del jazz, era algo muy
especial y esperanzador. Yo me debía ver como mi Fernando en un recital
de los Ratones Paranoicos. Pogo no hice pero me puse de pie porque me
acosaba el deseo de inmortalizar fotográficamente el momento en una
crónica .
Cuál no sería mi sorpresa cuando al levantarme lo más discretamente que
pude de mi asiento fui interpelada por el baterista que me preguntó a
dónde iba, y si el motivo de mi huída se debía a que no me gustaba el
espectáculo. Ni lerda ni perezosa le repliqué el motivo de mi partida y
la seguridad de un rápido retorno.
Muerta de risa y pensando en que estar sola para hacer papelones tenía
sus ventajas, regresé, cámara en ristre, para tomar parte de una foto de
esas que no tienen precio.
La noche terminó con tantos aplausos que parecía que una multitud
conformaba la platea y terminó también con mi firme propósito de que a
mi regreso a “La Feliz” buscaré dónde actúa la Atlántica Jazz Band, a no
dudarlo y asistiré, en primera fila, a su sesión de jazz y de sonrisas.
Eso sí: desde ya estoy pergeñando cómo haré para que mi esposo soporte
estoicamente los embates de mi entusiasmo jazzístico sin ponerse
colorado…
Cati Cobas
La Atlántica Jazz Band:
Laci Trakal: corneta
Mario Romano: clarinete
Alejandro Mariscal: trombón
Julio Furundarena: piano
Lucas Galdeano: banjo
Tito Defeudis: tuba
Aldo Roldán: batería y washboard